Me dijo el otro día mi amigo José, que era mejor no
esperar nada que por eso a veces después de un día que podíamos calificar de
bueno. Como puede ser ir a trabajar, después ir a clase y más tarde al gimnasio
o lo que es lo mismo salir de tu casa a las siete de la mañana y volver a tu
casa a las nueve de la noche, comes, te duchas y cierras las puertas de tu
cuarto. Y te invade unas terribles ganas de llorar. Quizás eso pase porque a
veces tengo la estúpida sensación de que va a pasar algo. Como cuando estas
esperando el autobús o el tren un día de esos que llegas tarde y ves uno acercarse y te levantas del banco y
resulta que tampoco es tu tren ni tu autobús. Y te vuelves a sentar cabizbajo
mirando la hora desesperado.
Y en
esta noche fría, mientras vuelvo a revisar mi billete ya arrugado y mojado de
sudor y de alguna otra lagrima. Me siento en el suelo con la cabeza apoyada en
una columna de mármol. Mientras recuerdo
a compañeros de viaje que se bajaron en otras estaciones o en los trenes que me
baje yo, porque ese tren no me llevaba a ningún sitio. Y miro desesperado como
otros llegan a sus destinos o cogen el tren que han llevado esperando tanto
tiempo. Yo en cambio solo he conseguido hacer trasbordos que ni siquiera sé si
me dejaron más cerca o mas lejos de mi destino.
Mientras tanto aquí sigo esperando, mirando sin
parar el billete del tren y la vía en silencio y a oscuras y mientras espero me
desespero y empiezo a dudar si vendrá algún día el tren si me equivoque al
hacer trasbordo si me equivocado de arcén o simplemente ya he llegado a mi
destino y no me dado cuenta.
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